En el trasfondo de la existencia se dibuja una verdad tan elemental como desconcertante: para Ser, es necesario Estar. Esta proposición, lejos de ser trivial, cuestiona profundamente la relación del ser con el mundo, las categorías de identidad y las circunstancias que nos definen.
Consideremos un sistema cualquiera —sea una persona, una sociedad o el universo mismo— y preguntémonos qué significa que Es. La tesis que proponemos es que Es porque Está. Así, existe porque Es, y Es, porque previamente Está. Sin embargo, esta existencia no se agota en el mero estar, sino que lo que Es se va definiendo, se va “actualizando” a través de la interacción con lo que le rodea. En otras palabras, el acto de Ser no es un estado inherente e inmutable, sino una actualización constante en un modo particular, como si el Ser fuese un verbo conjugado en cada presente.
De tal forma, se Es algo: se Es alto, se Es bello, se Es oscuro, se Es irrespetuoso, se Es una cosa, se Es un objeto, etc., en definitiva, se Es una cualidad. Esta actualización, este modo en que algo Es, es fruto de la interacción entre el sistema (el ente, el objeto, el sistema) y su entorno. De aquí surge la observación crucial: para Ser algo, primero hay que Estar.
De este modo, la esencia del Ser no descansa en una cualidad propia o una verdad inmutable, sino en una condición de estar aquí y ahora, un compromiso con el instante que le permite Ser algo. Sin ese estar, el Ser pierde sentido, se desmorona. En realidad, el Ser emerge, se engendra como consecuencia de esa fricción entre la entidad y el mundo. Lo que somos, entonces, es lo que logramos ser en el choque continuo con la realidad.
Interacción como condición de Ser
Puede permanecer la duda de si un sistema puede existir, Estar, sin necesidad de Ser. La respuesta es que sí, siempre y cuando haya interacción. Insistimos en que la existencia no está condicionada al Ser en el sentido común del término. En esta visión, un sistema que está en interacción con su entorno adquiere función, un propósito que lo define, y sólo entonces pasa a Ser. Aquí se revela la segunda idea: el Ser es un fenómeno consustancial al acto de interactuar. Así, el Ser no es un tesoro oculto en lo interno, sino un atributo moldeado por la apertura de uno mismo al mundo.
Formalmente, si ( p ) implica ( q ), y si ( q ) junto a ( t ) implican ( r ), entonces ( p ) y ( t ) llevan inevitablemente a ( r ):
[ \[\begin{align*} p &\rightarrow q \\ (q \land t) &\leftrightarrow r \\ \therefore \ p \land t &\rightarrow r \end{align*}\] ]
Es una cadena de implicaciones que encapsula esta tesis: la existencia (p) y la interacción (t) son los dos elementos que propician el Ser (r). Esta dinámica nos lleva a concebir que el Ser no es más que la superficie visible de lo que Está y se relaciona, tal como la ola no es sino el efecto visible del vasto océano en movimiento.
La paradoja del Ser y el Estar
En nuestra búsqueda por entender el Ser, nos encontramos con que no es una verdad única ni universal, sino una paradoja. Cuanto más tratamos de aferrarnos a una definición cerrada, más se nos escapa entre los dedos. Ser y Estar están inextricablemente ligados, y cuanto más tratamos de aislar uno del otro, más se revelan como partes de una misma realidad. Para Ser, debemos Estar, y en este estar reside el esfuerzo incesante de interacción con la realidad, un esfuerzo que constantemente redefine la propia realidad del Ser. Así, el esfuerzo de interacción no solo nos define, sino que nos sostiene, permitiendo al Ser manifestarse en el continuo cambio de aquello que simplemente Está.